miércoles, 20 de enero de 2010

HABLEMOS DEL CLERO VASCO


Es jodido vivir en el País Vasco. Lo es para el hombre libre, que no gusta de imposiciones totalitarias; lo es para el demócrata, por razones obvias; y lo es también para el católico. No, claro está, para ese católico provinciano y de txapela -con todo el respeto para la prenda-, que ofrece una mano para recibir la comunión diaria, mientras jalea con la otra la caza del maketo y del txacurra de tricornio. No, para éste la cosa no está jodida. Ni la vida. Lleva décadas haciéndoselo a cuerpo de rey, transitando entre la iglesia, el frontón, el batzoki y, algún que otro domingo, la herriko taberna; pues tampoco hay por qué hacer ascos al aberzalismo etarra; al fin y al cabo no deja de ser ese hijo pródigo que si bien, de cuando en cuando, resulta algo brusco en sus formas, comparte con ellos su mismo anhelo: “independentzia”. Bendita palabra. Loado sea Dios.

El lector comprende perfectamente que no es éste el católico que sufre su fe cada día en el País Vasco. No es el feligrés de ignorancia paletil quien lo pasa mal, sino el que profesa fe sincera y convicciones permanentes; el que que solo cree en una iglesia católica, porque solo puede haber una susceptible de llamarse así: la universal. Este sí que tiene la cosa mal. La cosa y la vida. Porque a poco que se descuide, viene un hijo de puta y se la siega a hachazos. No tanto por católico, como por ambicionar ser libre.

Y es que el verdugo siempre lo ha tenido fácil en el País Vasco. A diferencia de su víctima, aquel sabía que contaba con la venia y la bula eclesial. Y eso como el red bull, da alas. Por supuesto, no hablo de la iglesia universal de Benedicto XVI- no confundamos- sino de la vasca; que es más grande, más verdadera, más nacionalista, por ende, más totalitaria y, por encima de todo, infinitamente, más comprensiva. Seamos sinceros: nunca, en ningún lugar, el terrorismo ha gozado de tal grado de comprensión como el que le ha tributado el clero vasco bajo el báculo de los setienes y los uriartes. No así sus víctimas, quienes durante muchos años, sobre todo si llevaban uniforme, se vieron obligadas a enterrar a sus muertos fuera del País Vasco, desamparados por unos pastores, que aun siéndolos de Dios, se negaban a oficiar sus funerales en sus iglesias. Al parecer, las víctimas no les merecían el mismo grado, no ya de comprensión, sino de respeto que los verdugos; suponemos que por españoles -pecado imperdonable- y por cipayos. Una actitud a todas luces poco cristiana que, sin embargo, no hizo remorder sus conciencias pastorales.

Aun hoy uno no alcanza a comprender cómo siendo Hijos de Dios, diciendo proclamar su palabra, podían llegar a resultar tan hijos de puta. Pero así eran las cosas. Y así siguen siendo. Aunque quizá comiencen a cambiar ahora. Produce vergüenza propia y ajena observar la displicencia, no exenta de odio, con la que la iglesia guipuzcoana ha recibido el nombramiento del nuevo obispo de su diócesis: Monseñor Munilla. No lo quieren, y no lo ocultan. Antes al contrario, reconocen que su designación les ha causado “dolor e inquietud”; un dolor y una inquietud que, está visto, no les provoca el apartheid al que es sometida la mitad de la sociedad vasca no nacionalista. Poco les importa. La raíz del problema estriba para ellos en que el obispo Munilla no es nacionalista. Lo cual resulta tan incomprensible como intolerable. Afortunadamente, los fieles no parecen opinar del mismo modo, de ahí la clamorosa ovación que rindieron a su nuevo obispo durante su primera homilía. Por cierto, según las crónicas, Setién estuvo ausente. No puede ser. Hay quien dice que estaría poniendo velas: una a Dios y tres al Diablo. Además, si como aseguran las malas lenguas el Diablo siempre está presente…

Por: Oscar Rivas

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