domingo, 19 de enero de 2014

"LOS FRUTOS DEL CONSENSO" POR JUAN MANUEL DE PRADA

Si en lo esencial están tan de acuerdo como los ventrículos y aurículas de un mismo corazón podrido, ¿a qué viene esta rebatiña?
LA rebatiña que han montado los partidarios del aborto libre por plazos y los partidarios del aborto libre por supuestos también tiene su miga. «Con este anteproyecto se volverá al consenso del 85», se afirma desde el Gobierno; y, desde la oposición, sostienen que el anteproyecto nace «sin consenso», o que quiebra el existente. Y todo este tiberio por un quítame allá esos plazos o supuestos, porque en lo sustantivo el consenso político se mantiene inalterado: aborto libre (esto es, impune) en la ley vigente, al menos en la práctica; y aborto libre en el anteproyecto, tanto en la teoría como en la práctica, pues especifica que ninguna mujer que aborte podrá ser castigada.
Entonces, si en lo esencial están tan de acuerdo como los ventrículos y aurículas de un mismo corazón podrido, ¿a qué viene esta rebatiña? Nos lo explica la propia razón de ser del consenso político, que no es otra sino destruir el consenso social. Un orden político sano tiene como misión garantizar el mantenimiento de ese consenso social; del mismo modo que un orden político enfermo tiene el empeño de destruirlo, para que la propia sociedad se desintegre. De esta desintegración social, lograda a través del consenso político, es de donde saca su pujanza la partitocracia, como el moho saca su vigor del alimento putrefacto. La primera condición para que exista consenso político es que se borre de las conciencias la noción de bien común, sustituida por la más utilitarista del «interés general», que en el fondo es el interés –real o presunto– de las mayorías. El siguiente paso consiste en falsificar la realidad, de tal modo que el interés de las mayorías sea sustituido por los intereses oligárquicos de los partidos que las representan: para ello, el consenso político recolecta las opiniones más variopintas de esa sociedad destruida que ha extraviado el sentido de bien común –como el doctor Frankenstein recolectaba miembros de los más diversos cadáveres para fabricar su monstruo– y, a través de engaños y manipulaciones, elaborará una síntesis caprichosa y la presentará como opinión canónica –¡opinión pública!–, erigiéndola en pensamiento único que, por supuesto, admitirá discrepancias menores (en la cuestión del aborto, por ejemplo, se dejará que la gente dispute con el Macguffin de los plazos y los supuestos), para que la discusión sobre esos matices, convertida en gatuperio aturdidor, degenere en demogresca. Así se matan dos pájaros de un tiro: por un lado, se logra que el meollo del consenso político –cuyo fin último es el control oligárquico del poder, y su reparto por turnos o parcelas– permanezca intacto, pues la riña de gatos se mantiene siempre en terrenos suburbiales; por otro, se consigue que los últimos vestigios del consenso social sean reducidos a fosfatina, de tal modo que la convivencia social degenere en mera coexistencia desconfiada, para mayor esplendor del moho que la parasita.
Para comprobar que el fruto del consenso político no es otro sino la destrucción del consenso social podemos comparar las reacciones de los católicos a la ley del aborto de 1985 y a este anteproyecto, que recupera su marchoso consenso ochentero. En 1985, el catolicismo español –todavía terne, aunque ya había sido desplazado a un gueto– se opuso sin fisuras a la ley, porque todavía el consenso político no había logrado destruir su consenso social, ni tampoco ofuscar su comprensión de la doctrina. Treinta años después, el catolicismo español, reducido ya a fosfatina y con la doctrina más olvidada que el catecismo de Ripalda, aplaude mayoritariamente (¡y según quiénes, hasta con las orejas!) este anteproyecto de ley, permitiéndose incluso tildar de integristas a los sectores residuales que lo rechazan. Tomad y comed los frutos del consenso.

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