Antes de acostarme vi el otro día en la televisión -concretamente en el canal Cuatro- un programejo infecto llamado After hours, cuyo asunto no era otro sino mostrar aberraciones sexuales al modo risueño o buenrrollista. Aparecía un tipo tumbado en una camilla al que una tipa disfrazada de enfermera grotesca le había pinzado las tetillas e introducido un catéter por el pene (en el colmo de la hipocresía, las imágenes de su pene sondado aparecían parcialmente veladas). El presentador del programejo infecto entrevistaba al tipo, con el mismo didactismo desenfadado con que -por ejemplo- en un programa de floricultura se podría entrevistar a una señora amante de la jardinería: el tipo nos desvelaba que tales prácticas monstruosas le proporcionaban inmenso placer, y el presentador inquiría particularidades sórdidas, mientras la tipa disfrazada de enfermera proseguía sus manipulaciones genitales ante el escrutinio de la cámara. Luego el programejo proseguía su itinerario -al parecer se trataba de mostrar las perversiones sexuales más abracadabrantes, para ilustrar a la audiencia-, en busca de otros pobres desgraciados que alcanzasen el orgasmo mediante procedimientos similares. El programejo infecto forma parte, al parecer, de una serie en la que se van exponiendo todo tipo de aberraciones sexuales como quien explica recetas culinarias; y en otros canales no faltan, al parecer, programejos del mismo tenor que compiten con este que yo vi, incrédulo de que puedan emitirse impunemente tales bazofias cochambrosas en canales que operan con licencia administrativa.
Lo más desasosegante del programejo infecto no era, sin embargo, el asunto que trataba (otro día, me comenta un amigo, se dedicaron a encomiar los presuntos gozos del intercambio de parejas), sino el intento de mostrar tal asunto como algo cotidiano, plenamente normal y aceptable. Las cloacas del alma humana, que tienen su desagüe en la sexualidad pervertida, siempre han estado ahí, confinadas en las mazmorras de la clandestinidad; la novedad consiste en sacarlas de su encierro sombrío, para mostrarlas con delectación morbosa, en su exhaustivo repertorio de inmundicia y bestialidad, como si tal cosa. Pero sacar a flote tales cloacas, exponiéndolas a la curiosidad pública como si fuesen aspectos naturales de la conducta humana, tiene un precio muy costoso: es como liberar un demonio que permanecía encadenado; y los demonios, una vez sueltos, son una marea negra que anega las conciencias, un cuchillo que apuñala las sensibilidades, un microbio que infecta los sueños. Y las conciencias anegadas, las sensibilidades acuchilladas, los sueños infectados engendran monstruos que, para ser aplacados, exigen su ración diaria de alimento; ración que, cada día que pasa, se incrementa, hasta acabar engullendo a quien los cobija.
Yo no veo apenas la televisión (y creo que exagero, pues no la veo nada), con lo que ignoro si existen muchos programejos como este execrable After hours en la actual parrilla televisiva. Sí veo, en cambio, mucho cine; y sé que este demonio se ha liberado y campa por doquier, cada vez más presente en películas que brindan alimento a nuestra conciencia enfangada, a nuestra sensibilidad acuchillada, a nuestros sueños purulentos. A veces estas películas no disimulan su propósito depravado y se limitan a mostrar mutilaciones con regodeo nihilista (la celebérrima Hostel podría ser un ejemplo canónico); otras veces disfrazan sus intenciones con una narrativa de vanguardia, con lucubraciones aparentemente sesudas, con un estilo propio de lo que antaño se llamaba cine de arte y ensayo, como si sus creadores pretendieran excusar sus excesos con la coartada de una brumosa denuncia: Funny games, de Michael Hanecke; Irreversible, de Gaspar Noé; Martyrs, de Pascal Laugier; Anticristo, de Lars Von Trier; A serbian film, de Srdjan Spasojevic, son exponentes de este cine al que me refiero, cada vez más frecuente, cada vez más brutal y descarnado en su exposición de cloacas infernales, en donde el horror de las imágenes (un horror que petrifica, como la contemplación de la Gorgona) se mezcla, en amalgama execrable, con la pornografía más extrema. Es un cine infiernado que, a la vez que acuchilla nuestra sensibilidad, la curte y embota, preparándola para el envite final, cuando ese infierno que se atreve a nombrar se enseñoree de nuestras vidas; exactamente igual que hacen -en otro plano más pedestre y cotidiano- programejos como ese infecto After hours al que antes me refería. Se ha liberado un demonio que ya nunca podremos encadenar; y su aliento criminal ya nos corroe, lenta e inexorablemente.
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