Lo que en España conocemos como “el Aviso” y que en muchos medios católicos, sobre todo anglosajones, llaman “la Advertencia” será, en realidad, un examen de conciencia, durante el cual todos y cada uno de los habitantes de la tierra experimentaremos el mismo fenómeno que Saulo de Tarso cuando cabalgaba camino de Damasco. En los Hechos de los apóstoles se narra el suceso: “De repente, le rodeó una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hch 9, 3-4) La diferencia entre la vocación de Saulo y el Aviso universal es que, al posterior apóstol de los gentiles el Señor le habló para iluminar su conciencia, y a los hombres de nuestra generación será su sola mirada la que nos interrogue, mientras el Espíritu Santo descorre el velo de nuestras conciencias. A Saulo, la luz de Dios le dejó ciego durante tres días; a nosotros esa misma luz nos abrasará interiormente en la medida de la situación real de nuestras almas: “Porque toda bota que taconea con ruido, y el manto rebozado en sangre serán para la quema, pasto del fuego” (Is 9, 4) Quemadura interior, especialmente terrible para los cómplices de la cultura de la muerte por muy ajenos e irresponsables que se imaginen: “Los que entran en calor entre terebintos, bajo cualquier árbol frondoso, degolladores de los niños en las torrenteras, debajo de los resquicios de las peñas” (Is. 57,5). Legisladores, promotores y ejecutores de la matanza ejecutada hoy fríamente tras el velo de la hipocresía.
El carácter terriblemente aflictivo e impresionante del Aviso fue advertido por la Virgen Nª. Sra. a la vidente Conchita en Garabandal el 1 de enero de 1965: “Será como un castigo: para acercar a los buenos aun más a Dios, y para advertir a los otros que, o se convierten, o tendrán su merecido…”
El Aviso, ahora inminente, va a ser una purificación dolorosísima, pero, al mismo tiempo un acto de misericordia: el esfuerzo definitivo de la Misericordia divina para enderezar el derrotero del mundo.
Momento cenital de la obra del Espíritu Santo en la historia. Obra iniciada a escala apostólica durante el primer Pentecostés que será consumada a escala universal durante el segundo: cuando en los últimos días – no días últimos de la historia, sino sólo del primer cielo y la primera tierra (Ap 21, 1) - Dios derrame su Espíritu sobre toda carne (Hch 2, 17- 21). El Aviso debe ser la consumación de la acción del Paráclito para el convencimiento respecto al pecado, respecto a la justicia y respecto al juicio (Jn 16, 8). De ahí la responsabilidad que encierra la no colaboración con el Espíritu en ésta tarea absolutamente prioritaria de nuestro tiempo: convencer respecto al pecado. El oscurecimiento de la luz sobre el estado auténtico de las conciencias lleva aparejada la responsabilidad por el próximo y terrible sufrimiento de éstas al ser confrontadas de improviso con su miseria. El reblandecimiento de la denuncia respecto a la responsabilidad de las estructuras políticas en la presente enajenación universal lleva aparejado, a su vez, un engaño de proporciones apocalípticas.
El Aviso será abrasador porque nuestras almas están rellenas de paja seca, lista para arder, y nuestras conciencias ofuscadas por la imagen autocomplaciente implantada por el engañador: Imagen falsa, alimentada por más de tres siglos de distracciones de la responsabilidad que implica la libertad humana. Imagen extrañada de la gravedad del pecado por el abandono de la pedagogía de la cruz de Cristo. E imagen reinante en las conciencias por el efecto de una iconografía avasalladora del raciocinio y satánica. El convencimiento respecto al pecado es apremiante, sobre todo, para aquellos que podemos estar engañados creyéndonos en alguna medida justos. Porque la gran baza escondida del engañador es la rebeldía contra Dios desde la riqueza de espíritu que se cree injustamente tratada.
La proclamación de la misericordia divina carece por completo de realismo allí donde se ha perdido, o debilitado seriamente, el sentido del pecado. Por ello la colaboración con el Espíritu Santo en el convencimiento respecto al pecado (Ap 16, 8) es ahora el esfuerzo más urgente del ministerio profético, aunque choque frontalmente con la complacencia y la autosuficiencia impuestas por la cultura dominante. ¿Cómo advertir a nuestros hermanos, a nuestros vecinos, a nuestros contemporáneos, que nos queda un tiempo muy corto para sincerarnos ante Dios desnudando nuestra alma hasta sus últimos repliegues?
Como se le dijo a Conchita, una de las finalidades del Aviso será acercar a los buenos aun más a Dios. En este sentido el Aviso va a ser un derramamiento extraordinario de gracias, un nuevo Pentecostés a escala universal. Durante el primer Pentecostés “vino del cielo como una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2, 2-4). El efecto más significativo de aquella efusión del Espíritu fue, sin embargo, que los apóstoles perdieron definitivamente el miedo y salieron a predicar en las calles. El discurso inmediato y tremendo de Pedro tuvo alcance escatológico, citando al profeta Joel (Jl 3, 1-2): “Sucederá en los últimos días, dice Dios: Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas… Haré prodigios arriba en el cielo y señales abajo en la tierra. El sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes de que llegue el Día grande del Señor. Y todo el que invoque el nombre del Señor se salvará” (Hch 2, 17-21). Derramar el Espíritu Santo sobre toda carne significa que nadie, creyente o no creyente, quedará excluido de su acción. Además, San Pedro nos advierte cual debe ser la respuesta de cada uno de nosotros durante este segundo Pentecostés: La misma respuesta del apóstol incrédulo Tomás “el mellizo” al ser invitado a meter su mano en el costado de Cristo: Señor mío y Dios mío (Jn 20, 28). Una respuesta que debe expresar el humilde reconocimiento de la Verdad no recibida plenamente hasta ese instante de evidencia.
También en este nuevo Pentecostés muchos perderán el miedo a la Sinagoga de Satanás (cf. Ap 3, 9 y Jn 20, 19) y se convertirán en adversarios implacables de la impostura. El Aviso puede ser, además de explosión histórica de la Misericordia, el espaldarazo divino para que una cristiandad desintoxicada rechace la cultura de la muerte y se alce restauradora del honor divino. Porque el Aviso materializará a escala universal la dimensión mesiánica de la Realeza de Jesucristo, latente en su Sagrado Corazón. Ello dependerá de la extensión de la respuesta humana, de la profundidad de las contriciones personales y, por lo tanto, del esfuerzo pedagógico, orante y sacrificado que contribuya, con anterioridad, a preparar las conciencias.
Juan Pablo II canonizó, el 30 de abril del año jubilar 2000, a la religiosa polaca sor Faustina Kowalska, a la cual el Señor había pedido a comienzo de los años treinta del siglo pasado: “Escribe esto: Antes de venir como el Juez Justo, vengo como el Rey de Misericordia. Antes de que llegue el día de la justicia, les será dado a los hombres este signo en el cielo. Se apagará toda luz en el cielo y habrá una gran oscuridad en toda la tierra. Entonces en el cielo aparecerá el signo de la cruz y de los orificios donde fueron clavadas las manos y los pies del Salvador saldrán grandes luces que durante algún tiempo iluminarán la tierra. Eso sucederá poco tiempo antes del último día” (Diario, apunte 83, página 63). La cruz en el cielo es la misma señal prevista por Jesucristo en su discurso escatológico (Mt 24, 30). La concordancia con los prodigios celestes anunciados por San Pedro en su discurso posterior a Pentecostés, para antes de que llegue el día grande del Señor, es total. De hecho, a Sta. Faustina se le concretaron los fenómenos externos que acompañarán al Aviso. Aunque no sólo los externos. Unos años más tarde, el Señor le dijo: “He amado a Polonia de un modo especial y si obedece mi voluntad la enalteceré en poder y santidad. De ella saldrá una chispa que preparará al mundo para mi última venida” (Diario, apunte 1732, página 608). Las chispas que han saltado desde Polonia han sido varias. No sólo el pastor de la Gracia (Za 11, 7) esclavo y protegido de María, ganador de un tiempo precioso: veinte años de prórroga que han comprimido contra el cronómetro los programas del abismo… Además, de Polonia ha saltado la chispa de la preparación de las conciencias mediante la pedagogía de un carisma mariano escondido, develador sistemático de la verdad de los corazones, cuyos incendios espirituales propagados a través de las familias no han podido ser apagados: ahí estaban los materiales para la preparación en profundidad de las conciencias, a la vista del gran momento de la verdad.
La comprensión de los últimos tiempos tampoco ha podido ser ofuscada por los extravíos de la escatología: La confusión entre fin de los tiempos y fin del mundo y de la historia, apoyada en una concepción equívoca del juicio final, quedó definitivamente refutada por el Dr. Canals en los capítulos sexto y séptimo de su obra “Mundo histórico y Reino de Dios”, donde el eximio teólogo explicó las diferencias entre uno y otro momento. La escena grandiosa del juicio final (Mt 25, 31- 46) que sí corresponde al fin de la historia, será anticipada en el tiempo por el juicio intrahistórico presidido por los resistentes al anticristo (Ap 20, 4-5). Momento que constituye el juicio de una etapa histórica, en ocasiones confundido con el definitivo. En esta Parusía cercana, la “segunda venida” será eminentemente espiritual – aunque eficacísima y rubricada con innumerables apariciones puntuales y sublimaciones eucarísticas – mientras que al final de la historia, todavía muy lejano, aquella venida se materializará visiblemente para presidir el último juicio y dar por concluido el tiempo.
El gran Aviso de Dios e iluminación de las conciencias precede pues a la renovación del mundo, no a su clausura, para tratar de aminorar los dolores del parto. Es, de alguna forma, la avanzada preparatoria de la Segunda Venida de Jesucristo. Es avanzada preparatoria, y en este sentido forma parte de la Parusía, porque de sus efectos depende el rigor mayor o menor del Día de Yahvé que transformará las condiciones de la vida humana y abrirá camino a la Nueva Jerusalén. A esa nueva Jerusalén que desciende del cielo a la tierra, es decir, al tiempo y a la historia (Ap 3, 12). No se puede negar el triunfo intrahistórico, en el tiempo y por obra sobrenatural, de la Iglesia, sin rechazar al mismo tiempo todas las esperanzas expresadas por los Papas de los últimos siglos. Sin pervertir por completo la esperanza teologal nuclear de las Escrituras y sin negar a la encarnación y al sacrificio de Jesucristo toda su eficacia temporal. Pero esa negación es, evidentemente, el punto de partida habitual de la deformación positivista de la esperanza cristiana, orientada – en contra del catecismo – hacia “un triunfo en forma de proceso creciente” (CCE 677): La negación y el escepticismo hacia la Segunda Venida son presupuestos de la gran supercheria que la precede (Mt 24, 48).
El examen de conciencia universal está a las puertas. La acumulación de advertencias sobre su inminencia en revelaciones privadas ya no permite dudar de su cercanía sin desprecio de las leyes de la estadística. Los sucesos eclesiásticos e internacionales que tendrían que preceder al Aviso se encuentran en fases avanzadas de desarrollo, frenados únicamente por una sujeción frágil y en trance de ser, a su vez, ceñida y empujada.
Secundemos a María en la súplica para que este momento cenital de la Misericordia se apresure, por doloroso que resulte. Porque nuestra capacidad de resistencia está comprometida. Necesitaremos toda la fuerza del Espíritu para mantenernos firmes en la fe, en medio de la confusión general, durante la tribulación iniciada.
Cabe recordar, finalmente, la insistencia del Señor a Sta. Faustina acerca de la fecha elegida para la fiesta de su Misericordia: Una octava de Pascua en la cual algunas iglesias orientales, de rito malabar, celebran al apóstol Tomás que les llevó la fe. A ese mismo mellizo cuya incredulidad fue sanada mediante la percepción visible de las llagas de Cristo.
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