Si buceamos en la etimología de la palabra diablo, descubriremos que procede del verbo griego ‘diaballein’, que a su vez deriva del verbo ‘ballein’, que significa tirar o arrojar. Así pues, el diablo sería el que arroja a unas personas contra otras; es decir, el que crea desunión e inquina, el cizañero, el que divide. Y es que, en efecto, en la división, que siempre nos hace más débiles, se halla la raíz de todos nuestros males. Siempre que se ha querido minar la resistencia de las personas o de los pueblos se ha empezado por separarlos de aquellas realidades tangibles o espirituales que constituían su fortaleza: su familia, su patria, sus tradiciones, su Dios. Del mismo modo, todas las personas y pueblos que han deseado mantenerse fuertes, han procurado evitar a toda costa el desarraigo; y se han afianzado en la defensa de aquellas realidades tangibles y espirituales que los constituían comunitariamente.
Nuestros antepasados nunca perdieron la lucidez de identificar al enemigo con quien anhelaba separarlos. Pero esta conciencia natural se empezó a extraviar en un momento determinado de la Historia que tiene que ver con la espiritualización del Dinero; pues el Dinero, para multiplicarse sin trabas (para luego concentrarse más cómodamente), necesita sojuzgar a los pueblos, sembrando en ellos la división. De ahí que el Dinero apoyase, allá por el siglo XVI, las revueltas de clérigos levantiscos, y más tarde las llamadas revoluciones. Se trataba, en fin, de arrasar todos los vínculos fiduciarios que unían a los hombres, para convertir la confianza fatua del ser humano en sí mismo en el único sostén del mundo; se trataba de infundir la creencia mentecata de que un hombre solo puede contra todos los demás, de que el individualismo es el tesoro de los fuertes, de que la resistencia diamantina de un único hombre es capaz de vencer todos los obstáculos. Todas estas tesis grotescas cristalizaron en la entelequia del superhombre; y alcanzaron su apoteosis charlatanesca en las novelas de Ayn Rand, que siempre han gustado mucho a los mindundis con delirios de grandeza, pues mientras se comen los mocos les permiten fantasear con la quimera de comerse el mundo.
Por supuesto, todas estas paparruchas fueron inventadas para debilitar la resistencia de los pueblos, que enfermos de individualismo acabaron convertidos en masa cretinizada con la que los poderosos pudieron hacer desde entonces albóndigas de carne picada. Pero este monstruoso plan de división tenía que acompañarse de placebos o golosinas que mantuvieran entretenidos a los pueblos, mientras eran desarraigados; y tales placebos no fueron otros sino los llamados «derechos» y «libertades», que a la vez que se disfrutan y saborean propician una mayor división. Es muy interesante constatar, por ejemplo, cómo el liberalismo se esforzó desde un principio en destruir las corporaciones y los gremios, con la excusa de que en la asociación se daba una «enajenación de la libertad» de los individuos. Y, a la vez, se afanó en potenciar los partidos políticos, que en cambio presentó como altavoces de la libertad individual. Por supuesto, los sepultureros de los gremios y los fundadores de los partidos políticos ansiaban lo mismo: romper los vínculos humanos y dividir la comunidad con la excusa de favorecer que el individuo se exprese libremente. Y es que una sociedad dividida, integrada por individuos infatuados de su autonomía personal, ahítos de libertad, borrachos de derechos, es más mollar y manejable; y sucumbe más fácilmente ante el Dinero, que no encuentra dique alguno contra sus sobornos y asechanzas.
La división la hallamos hoy en todos los órdenes de la existencia humana. en el orden político, a través de una demogresca constante que alimenta las tendencias disgregadoras y separatistas; en el ámbito doméstico, convirtiendo las familias en campos de Agramante donde las rupturas y violencias se han erigido en el pan nuestro de cada día; y hasta en el seno de la propia persona, enturbiando su conciencia de los modos más desquiciados, haciéndola sentir incluso extranjera en su propio cuerpo. Pero se trata de una tragedia con sus tintes delirantes: pues, mientras sufrimos en nuestras carnes y espíritus las consecuencias crudelísimas de esta obra del diablo -mientras nos toca emigrar, mientras nos toca aprender lenguas extrañas para que nos paguen un sueldo de mierda, mientras acudimos a un juez para que nos deje visitar a nuestros hijos, mientras recurrimos a un pitoniso o a un psiquiatra porque no tenemos a quién rezar-, seguimos creyéndonos absurdamente seres infinitamente más libres que nuestros antepasados, encadenados a sus realidades tangibles y espirituales.