Con la exhortación apostólica postsinodal Amoris laetitia, publicada el 8 de abril en curso, el papa Francisco se ha pronunciado oficialmente sobre problemas de moral conyugal que vienen debatiéndose desde hace dos años.
En el consistorio del 20 al 21 de febrero de 2014, Francisco había confiado al cardenal Kasper la misión de introducir el debate sobre este tema. La tesis de Kasper, según la cual la Iglesia debe cambiar su praxis matrimonial, fue el tema central de los sínodos sobre la familia celebrados en 2014 y 2015, y constituye el núcleo de la exhortación del papa Francisco.
Durante estos dos últimos años, ilustres cardenales, obispos, teólogos y filósofos han tomado parte en el debate para demostrar que entre la doctrina y la praxis de la Iglesia tiene que haber una íntima coherencia. La pastoral se funda precisamente en la doctrina dogmática y moral. «¡No puede haber una pastoral en desacuerdo con las verdades y la moral de la Iglesia, en conflicto con sus leyes y que no esté orientada a alcanzar el idea de la vida cristiana!», declaró el cardenal Velasio de Paolis en su alocución al Tribunal Eclesiástico de Umbría el 27 de marzo de 2014. Para el cardenal Sarah, la idea de separar el Magisterio de la praxis pastoral, que podría evolucionar según las circunstancias, modos y pasiones, «es una forma de herejía, una peligrosa patología esquizofrénica» (La Stampa, 24 de febrero de 2015).
En las semanas que han precedido a la publicación del documento se han multiplicado las intervenciones públicas de purpurados y obispos ante el Sumo Pontífice con miras a evitar la publicación de un texto plagado de errores, tomados de las numerosísimas enmiendas al borrador propuestas por la Congregación para la Doctrina de la Fe. Francisco no se ha echado para atrás. Al contrario, parece que encargó el texto definitivo de la exhortación, o al menos algunos de los pasajes clave, a teólogos de su confianza que han intentado reinterpretar a Santo Tomás a la luz de la dialéctica hegeliana. El resultado es un texto que no es ambiguo, sino claro, en su indeterminación. La teología de la praxis excluye de hecho toda afirmación doctrinal, dejando que sea la historia la que trace las líneas de la conducta en los actos humanos. Por esta razón, como afirma Francisco, «puede comprenderse» que, en el tema crucial de los divorciados vueltos a casar, «(…) no debía esperarse del Sínodo o de esta Exhortación una nueva normativa general de tipo canónico, aplicable a todos los casos» (§300). Si se tiene la convicción de que los cristianos no deben ajustar su comportamiento a principios absolutos, sino estar atentos a «signos de los tiempos», sería contradictorio formular cualquier clase de reglas.
Todos esperaban la respuesta a una pregunta de fondo: los que, tras un primer matrimonio vuelven a contraer matrimonio por la vía civil, ¿pueden recibir el sacramento de la Eucaristía? A esta pregunta, la Iglesia siempre ha respondido con un no rotundo. Los divorciados vueltos a casar no pueden recibir la comunión, porque su condición contradice objetivamente la verdad natural y cristiana sobre el matrimonio que se representa y actualiza en la Eucaristía (Familiaris consortio, § 84).
La exhortación postsinodal responde lo contrario: en líneas generales no, pero «en ciertos casos» sí (§305, nota 351). Los divorciados vueltos a casar deben ser «integrados» en vez de excluidos (§299). Su integración «puede expresarse en diferentes servicios eclesiales: es necesario, por ello, discernir cuáles de las diversas formas de exclusión actualmente practicadas en el ámbito litúrgico, pastoral, educativo e institucional pueden ser superadas» (§ 299), sin excluir la disciplina sacramental (§ 336).
En realidad, se trata de lo siguiente: la prohibición de recibir la comunión ya no es absoluta para los divorciados vueltos a casar. Por regla general, el Papa no los autoriza a recibirla, pero tampoco se lo prohíbe. «Esto –había destacado el cardenal Caffarra refutando a Kasper– afecta la doctrina. Inevitablemente. Se puede incluso decir que no lo hace, pero lo hace. Es más, se introduce una costumbre que a la larga inculca en el pueblo, sea o no cristiano, que no existe matrimonio totalmente indisoluble. Y esto desde luego se opone a la voluntad del Señor. No cabe la menor duda» (Entrevista en Il Foglio, 15 de marzo de 2014).
Para la teología de la praxis no importan las reglas sino los casos concretos. Y lo que no es posible en lo abstracto, es posible en lo concreto. Pero como acertadamente señaló el cardenal Burke, «si la Iglesia permitiera (aun en un solo caso) que una persona en situación irregular recibiese los sacramentos, eso significaría que, o bien el matrimonio no es indisoluble y por tanto la persona en cuestión no vive en estado de adulterio, o que la santa comunión no es el cuerpo y la sangre de Cristo, que por el contrario requieren la recta disposición de la persona, o sea el arrepentimiento del pecado grave y la firme resolución de no volver a pecar» (Entrevista de Alessandro Gnocchi en Il Foglio, 14 de octubre de 2014).
No sólo eso: la excepción está destinada a convertirse en una regla, porque el criterio para recibir la comunión lo deja Amoris laetitia al «discernimiento personal». El discernimiento se logra mediante «la conversación con el sacerdote, en el fuero interno» (§300), «caso por caso». ¿Y quién será el pastor de almas que se atreva a prohibir que se reciba la Eucaristìa, si «el mismo Evangelio nos reclama que no juzguemos ni condenemos» (§308) y es necesario «integrar a todos» (§297), y «valorar los elementos constructivos en aquellas situaciones que todavía no corresponden o ya no corresponden a su enseñanza sobre el matrimonio» (§292)? Los pastores que quisieran invocar los mandamientos de la Iglesia correrían el riesgo de actuar, según la exhortación, «como controladores de la gracia y no como facilitadores» (§310). «Por ello, un pastor no puede sentirse satisfecho sólo aplicando leyes morales a quienes viven en situaciones irregulares, como si fueran rocas que se lanzan sobre la vida de las personas. Es el caso de los corazones cerrados, que suelen esconderse aun detrás de de las enseñanzas de la Iglesia “para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar, a veces con superioridad y superficialidad, los casos difíciles y las familias heridas”» (§305).
Este lenguaje inédito, más duro que la dureza de corazón que recrimina a los «controladores de la gracia», es el rasgo distintivo de Amoris laetitia, que, no es ninguna casualidad, fue calificada por el cardenal Schöborn en la conferencia de prensa del pasado 8 de abril de «un evento lingüístico». «Lo que más me alegra de este documento -declaró el cardenal de Viena- es que supera de forma coherente la artificial división externa que distinguía entre regular e irregular». El lenguaje, como siempre, expresa un contenido. Las situaciones que la exhortación postsinodal define como «llamadas irregulares» son el adulterio público y la convivencia extramatrimonial. Para Amoris laetitia, éstas realizan el ideal del matrimonio cristiano, «de modo parcial y análogo» (§292). «A causa de los condicionamientos o de factores atenuantes, es posible que, en medio de una situación objetiva de pecado -que no sea subjetivamente culpable o no lo sea de modo pleno- se pueda vivir en gracia de Dios, se pueda amar, y también se pueda crecer en la vida de la gracia y la caridad, recibiendo para ello la ayuda de la Iglesia» (§305), «en ciertos casos, podría ser también la ayuda de los sacramentos» (nota 351).
Según la moral católica, las circunstancias, que constituyen el contexto en el que desarrolla la acción, no pueden modificar la cualidad moral de los actos haciendo buena y justa una acción intrínsecamente mala. Pero la doctrina de los absolutos morales y del mal intrínseco queda anulada por Amoris laetitia, que se acomoda a la “nueva moral” condenada por Pío XII en numerosos documentos y por Juan Pablo II enVeritatis splendor. La moral situacionista deja a la merced de las circunstancias y, en últimas, a la conciencia subjetiva del hombre, determinar qué está bien y qué está mal. Así, una unión sexual extraconyugal no se considera intrínsecamente ilícita, sino que, en tanto que acto de amor, se valora en función de las circunstancias. Dicho de un modo más general, no existe el mal en sí como tampoco pecados graves ni mortales. Equiparar a personas en estado de gracia (situaciones regulares) con personas en situación de pecado permanente (situaciones irregulares) es algo más que una cuestión lingüística: diríase que está en conformidad con la teoría luterana del hombre que es a la vez justo y pecador, condenada por el Decreto sobre la justificación en el Concilio de Trento (Denz-H, nn. 1551-1583).
La exhortación postsinodal Amoris laetitia es mucho peor que la exposición del cardenal Kasper, contra la que se han dirigido tantas y tan justas críticas en libros, artículos y entrevistas. Monseñor Kasper se limitó a plantear algunas preguntas;Amoris laetitia presenta la respuesta: abre puertas a los divorciados vueltos a casar, canoniza la moral situacionista y pone en marcha un proceso de normalización de todas las convivencias extramaritales.
Teniendo en cuenta que el nuevo documento pertenece al Magisterio ordinario no infalible, es de esperar que sea objeto de un análisis crítico profundo por parte de teólogos y pastores de la Iglesia, sin engañarse pensando que pueda aplicársele lahermenéutica de la continuidad.
Si el texto es catastrófico, más catastrófico es que lo haya firmado el Vicario de Cristo. Ahora bien, para quien ama a Cristo y a su Iglesia, es una buena razón para hablar y no quedarse callado. Hagamos nuestras, pues, las palabras de un valiente mitrado, monseñor Atanasio Schneider: «¡Non possumus! Yo no voy a aceptar un discurso ofuscado ni una puerta falsa, hábilmente ocultada para la profanación del sacramento del Matrimonio y de la Eucaristía. Del mismo modo, no voy aceptar una burla del sexto mandamiento de la Ley de Dios. Prefiero ser ridiculizado y perseguido en lugar de aceptar textos ambiguos y métodos insinceros. Prefiero la cristalina “imagen de Cristo, la Verdad, a la imagen del zorro adornado con piedras preciosas” (S. Ireneo), porque “yo sé a Quién he creído”, “scio cui credidi”» (II Tm 1, 12)» (Rorate Coeli, 2 de noviembre de 2015).
Roberto De Mattei
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