Desde que el mundo es mundo, el modo más eficaz de desintegrar y desnaturalizar a los pueblos ha sido obligarlos al éxodo
La avalancha de los refugiados sirios ha inspirado un pedrisco de baboserías buenistas que nos exhorta a recibirlos como en una versión new age del Plácido de Berlanga. A esta ola de emotivismo fofo se ha sumado un discurso cristianoide, grimosín y posturero que ha olvidado que las obras de misericordia corporales, desgajadas de las espirituales, son meros aspavientos humanitarios. Por su parte, nuestros gobernantes, muy en su papel de felpudo del Nuevo Orden Mundial, han asegurado que «España va a ser solidaria con los refugiados y no va a discutir las cifras» que se le asignen, como corresponde a una colonia. Inevitablemente, este discurso merengoso provoca, por reacción, las jeremiadas de los que afirman que sufrimos una invasión musulmana que destruirá nuestra civilización; pero todas las civilizaciones se destruyen desde dentro.
Siento una gran admiración por el pueblo sirio, por razones muy diversas: por los sufrimientos crudelísimos que el Nuevo Orden Mundial le ha infligido durante los últimos años, en su afán por barrerlo del mapa; pero también porque, durante siglos, ha respetado a las minorías cristianas asentadas en su territorio; y porque, bajo el mando de Al Assad, Siria ha sido un katejon lo mismo contra la expansión del islamismo que contra los manejos del anglosionismo. Y esta admiración hacia el pueblo sirio es, precisamente, la que me inspira muchas preguntas. Me pregunto, por ejemplo, si entre la avalancha de sirios expulsados de sus hogares y de sus tierras por los yihadistas que armó Occidente no se habrán infiltrado, a modo de caballo de Troya, muchos terroristas dispuestos a extender su reinado de horrores en las colonias de la Unión Europea.
Pero esta es una pregunta obvia y elemental. También me hago otras preguntas más peliagudas. Muchos de los sirios que en estos días han llegado a Europa proceden de campos de refugiados, en su mayoría asentados en Turquía, donde eran tratados de forma ignominiosa; y, gobernando Turquía Erdogan, personaje especialmente pérfido, me pregunto si esta avalancha humana no habrá sido azuzada por él, en connivencia ¡por supuesto! con sus amos (que son, por cierto, los mismos que los nuestros). También me pregunto si esta avalancha de refugiados no habrá sido concienzudamente planificada; pues, desde que el mundo es mundo, el modo más eficaz de desintegrar y desnaturalizar a los pueblos ha sido obligarlos al éxodo. Ocurrió en la Antigüedad (donde muchos pueblos acabaron extinguiéndose, merced a las migraciones forzosas) y ha ocurrido, más recientemente, con el éxodo del campo a la ciudad impuesto por la revolución industrial, que arrasó las tradiciones cristianas. A nadie se le escapa que el pueblo sirio resulta especialmente incómodo para los propósitos hegemónicos del llamado Estado Islámico, por haber sido educado en la convivencia religiosa y en una identidad nacional muy fuerte y arraigada; y nada más natural, para los intereses de los fanáticos que aspiran a restaurar el califato sobre una argamasa de sangre, que expulsarlos de sus hogares y sus tierras, forzándolos a la diáspora, de tal modo que su legado quede confundido con el polvo.
La pregunta última que me hago es si esta diáspora siria ha sido planificada por los fanáticos del llamado Estado Islámico, o si el Estado Islámico es tan sólo el sacamantecas que el Nuevo Orden Mundial se ha sacado de la manga para reconfigurar el mapa de Oriente Próximo. Pero cuando me hago esta pregunta se me hiela la sangre en las venas. Sólo tengo claro que la única esperanza que le resta al pueblo sirio, para no ser condenado a la dispersión y la extinción, es Rusia. Pero Rusia está sola contra los designios protervos del Nuevo Orden Mundial y la propaganda de sus corifeos.