DIVERSAS organizaciones civiles anuncian la celebración, el próximo 7 de marzo, de una manifestación por la que se reclama la convocatoria de un referéndum sobre la regulación del aborto impulsada por el Gobierno. Referéndum que, como a nadie se le escapa, el Gobierno no convocaría salvo que tuviese la plena seguridad de que su regulación cuenta con el beneplácito de una mayoría social holgada (con la que, como tampoco se le escapa a nadie, no cuenta). Pero, con mayorías o sin mayorías, a favor o en contra de la regulación impulsada por el Gobierno, la petición de convocatoria de un referéndum de estas características constituye un error craso que ataca el fundamento sobre el que se sostiene la defensa de la vida, que no es una cuestión política que pueda someterse al veredicto de las urnas, ni indirecta (mediante votación en las cámaras legislativas) ni directamente (mediante plebiscito). Aceptar que la decisión de una mayoría popular o parlamentaria puede legitimar el crimen es tanto como aceptar que el crimen no puede ser definido objetivamente, sino que su definición depende de percepciones subjetivas o coyunturales; una trampa saducea que aquí se hace más vitanda, pues al fin y a la postre un referéndum de estas características nos obligaría a elegir entre un aborto libre de iure y un aborto libre de facto.
Quienes abogan por este referéndum aducen que la propia Constitución reconoce la posibilidad de convocarlo ante «decisiones políticas de especial trascendencia»; es decir, ante decisiones que afectan a la organización de la «polis», no a los fundamentos que garantizan su supervivencia. Un referéndum puede convocarse para decidir sobre el uso de la energía nuclear, la prohibición del tabaco o el ingreso en organismos internacionales, pero no sobre la licitud del asesinato, el hurto o la pederastia. Cuando las sociedades consideran que estos asuntos pueden regularse mediante meras disposiciones de la voluntad se han convertido en organizaciones criminales. Esto es lo que la nueva regulación sobre el aborto pretende; y tratar de combatir esa pretensión aceptando su premisa es tanto como incurrir en el mismo mal que se desea combatir.
Reclamar que se someta a votación una ley que conculca el derecho a la vida es tanto como admitir que el derecho a la vida puede ser sometido a votación; de hecho, al solicitar que se convoque este referéndum se está reconociendo legitimidad a su resultado, que sea el que fuere resultaría lesivo para el derecho a la vida. Los promotores de esta iniciativa aducen que «no podemos cerrar los ojos a que, de hecho y nos guste o no, en los regímenes democráticos el derecho a la vida se somete a votación». Aquí convendría especificar que no son los regímenes democráticos los que amparan tal dislate, sino la degeneración de tales regímenes en formas de idolatría o cesarismo democrático que, en lo que Zapatero llamaba cínicamente en su plegaria negra de Washington «la propia búsqueda del bien» (o sea, la consecución del interés), no vacilan en pisotear los fundamentos éticos que garantizan su propia supervivencia. Contra la degeneración de los regímenes democráticos no podemos, en efecto, cerrar los ojos ni prestar asentimiento, reclamando la convocatoria de un referéndum sobre una ley que conculca el derecho a la vida. Pues, más allá de lo que deparase ese hipotético referéndum, se está aceptando que mediante votación se pueda legislar sobre los fundamentos éticos que garantizan la supervivencia de la comunidad humana, y hasta su propia calificación de «humana».Creo, en fin, que a nadie regocijaría tanto la convocatoria de un referéndum de estas características como a los enemigos de la vida. Casi tanto como a mí me duele escribir este artículo.
www.juanmanueldeprada.com
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