La guerra, especialmente si esta es de carácter civil, es siempre un fruto doloroso del pecado además de un fracaso colectivo de una Nación, un fracaso muy especialmente de aquellos que provocan con su actitud u omisión los motivos que llevan a la misma.
Cristo sabia que su causa sería motivo de enfrentamiento y división aun entre las propias familias, por eso el Evangelio nos dice:
“No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él. El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.” (Mateo 10)
Y a continuación nos dice:
Entonces les dijo: Pero ahora, el que tenga una bolsa, que la lleve consigo, de la misma manera también una alforja, y el que no tenga espada, venda su manto y compre una. (Lucas 22:36)
Jesús, como Dios que es, sabía a las persecuciones y problemas que se tendría que enfrentar la Iglesia y el pueblo católico al advertir a sus discípulos de esta manera.
Pero Jesús también deja claro que el uso de la fuerza no puede ser un modo de vida, ni una actitud personal.
"Guarda tu espada, porque el que a hierro mata a hierro muere. (Mateo 26:53)
La Iglesia, y en concreto Santo Tomás de Aquino, afirman que la Guerra Justa siempre debe estar sujeta a una autoridad superior, como puede ser antiguamente la Corona, el Imperio, o simplemente la autoridad que emana del Estado, autoridad que proviene directamente de Dios.
Así pues, Santo Tomás y también San Agustín esgrimen tres causas por las cuales una Guerra está justificada:
Primera: la autoridad del príncipe bajo cuyo mandato se hace la guerra.
No incumbe a la persona particular declarar la guerra, porque puede hacer valer su derecho ante tribunal superior; además, la persona particular tampoco tiene competencia para convocar a la colectividad, cosa necesaria para hacer la guerra. Ahora bien, dado que el cuidado de la república ha sido encomendado a los príncipes, a ellos compete defender el bien público de la ciudad, del reino o de la provincia sometidos a su autoridad. Pues bien, del mismo modo que la defienden lícitamente con la espada material contra los perturbadores internos, castigando a los malhechores, a tenor de las palabras del Apóstol: «No en vano lleva la espada, pues es un servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra mal» (Rm 13,4), le incumbe también defender el bien público con la espada de la guerra contra los enemigos externos. Por eso se recomienda a los príncipes: «Librad al pobre y sacad al desvalido de las manos del pecador» (Ps 81,41), y San Agustín, por su parte, en el libro Contra Faust. enseña: «El orden natural, acomodado a la paz de los mortales, postula que la autoridad y la deliberación de aceptar la guerra pertenezca al príncipe».
Se requiere, en segundo lugar, causa justa.
Es decir, que quienes son atacados lo merezcan por alguna causa. Por eso escribe también San Agustín en el libro Quaest.: «Suelen llamarse guerras justas las que vengan las injurias; por ejemplo, si ha habido lugar para castigar al pueblo o a la ciudad que descuida castigar el atropello cometido por los suyos o restituir lo que ha sido injustamente robado».
Se requiere, finalmente, que sea recta la intención de los contendientes; es decir, una intención encaminada a promover el bien o a evitar el mal.
Por eso escribe igualmente San Agustín en el libro De verbis Dom.: «Entre los verdaderos adoradores de Dios, las mismas guerras son pacíficas, pues se promueven no por codicia o crueldad, sino por deseo de paz, para frenar a los malos y favorecer a los buenos». Puede, sin embargo, acontecer que, siendo legítima la autoridad de quien declara la guerra y justa también la causa, resulte, no obstante, ilícita por la mala intención. San Agustín escribe en el libro Contra Faust.: «En efecto, el deseo de dañar, la crueldad de vengarse, el ánimo inaplacado e implacable, la ferocidad en la lucha, la pasión de dominar y otras cosas semejantes, son, en justicia, vituperables en las guerras».
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