Sí, reconozco que cometí pecado al votar varias veces en mi vida al PP. Y lo peor es que alguna de ellas fue una vez que ya era consciente de lo que suponía ese partido de cara a la defensa de la dignidad de la vida humana y de la familia. Caí en la trampa del mal menor, que es la excusa de los cobardes, el refugio de los débiles, la coartada de los que idolatran la actual partitocracia.
Si todavía me quedara alguna duda sobre la necedad de votar al partido mayoritario de la derecha parlamentaria, su fundador me las ha despejado hoy todas. Don Manuel Fraga lo tiene claro. Dice que “el aborto de la señora Aído no es posible conjugarlo con nada que sea el respeto a la vida", pero al mismo tiempo aboga porque el PP no derogue la ley de Aído si llega al poder. Idem con la ley del matrimonio homosexual.
Es fácil de entender. La derecha política de este país -Rajoy no piensa distinto de Fraga en esas cuestiones- sabe que el aborto es un crimen y que el matrimonio homosexual no tiene sentido, pero le importa un comino. No está dispuesta a hacer nada por acabar con nada de lo que el PSOE haya legislado a nivel de ingeniería social. No lo hizo cuando gobernó Aznar, de ahí mi pecado al votarles de nuevo, ni lo hará jamás.
¿A qué nos lleva esto? A lo que vengo diciendo desde hace ya bastante tiempo: “…el actual sistema democrático no puede merecer otra cosa que la condena más firme por parte de los que nos llamamos cristianos. Es semilla y fuente de leyes criminales e injustas“. Los hay que todavía hablan de que gracias al “trasfondo espiritual de la reconciliación fue posible la Constitución de 1978, basada en el consenso de todas las fuerzas políticas, que ha propiciado treinta años de estabilidad y prosperidad, con las excepciones de las tensiones normales en una democracia moderna, poco experimentada, y de los obstinados ataques del terrorismo contra la vida y seguridad de los ciudadanos y contra el libre funcionamiento de las instituciones democráticas“. Que le cuenten lo de la estabilidad y prosperidad a los niños no nacidos y a las familias destruidas por leyes de divorcio que hacen que la institución familiar tengo menos garantía jurídica que un acuerdo verbal sobre el precio de un coche de segunda mano.
Yo lo siento mucho, pero por ahí no paso. Y me importa un carajo las consecuencias que me traiga esto que digo y escribo. Ante todos mis lectores afirmo que me arrepiento de haber sido cómplice de un sistema asesino y contrario a la ley de Dios. Que maldigo el día en que, por respetos humanos e incluso eclesiásticos, sujeté mi pluma y mi lengua para no llamar a las cosas por su nombre y maldigo el día que usé mi mano para cometer la iniquidad de apoyar con mi voto a semejante clase política, digna del mayor de los oprobios y de la ira divina.
No es excusa, pero es cierto que llegué un tanto tarde a la lectura de palabras como las siguientes:
Estimamos muy grave proponer una Constitución agnóstica –que se sitúa en una posición de neutralidad ante los valores cristianos- a una nación de bautizados, de cuya inmensa mayoría no consta que haya renunciado a su fe. No vemos cómo se concilia esto con el “deber moral de las sociedades para con la verdadera religión”, reafirmado por el Concilio Vaticano II en su declaración sobre libertad religiosa (DH, 1).
y
La orientación moral de las leyes y actos de gobierno queda a merced de los poderes públicos turnantes. Esto, combinado con las ambigüedades introducidas en el texto constitucional, puede convertirlo fácilmente, en manos de los sucesivos poderes públicos, en salvoconducto para agresiones legalizadas contra derechos inalienables del hombre, como lo demuestran los propósitos de algunas fuerzas parlamentarias en relación con la vida de las personas en edad prenatal y en relación con la enseñanza.
y
No se garantiza de verdad a los padres la formación religiosa y moral de sus hijos. Porque no basta consignar el derecho de los padres o los educadores a recibir la formación que elijan. Es también derecho sagrado de niños y jóvenes, reafirmado por el Concilio Vaticano II, que todo el ámbito educativo sea estímulo, y no obstáculo, para “apreciar con recta conciencia los valores morales” y para “conocer y amar más a Dios” (Grav. Ed., 1). Pues bien, la Constitución no da garantías contra la pretensión de aquellos docentes que quieran proyectar sobre los alumnos su personal visión o falta de visión moral y religiosa, violando con una mal entendida libertad de cátedra el derecho inviolable de los padres y los educandos. El mal que esto puede hacer a las familias cristianas es incalculable.
y
La Constitución no tutela los valores morales de la familia, que por otra parte están siendo ya agredidos con la propaganda del divorcio, de los anticonceptivos y de la arbitrariedad sexual. Los medios de difusión que invaden los hogares podrán seguir socavando los criterios cristianos, en contra de solemnes advertencias de los Sumos Pontífices dirigidas a los gobernantes de todo el mundo, y no solamente a los católicos. Se abre la puerta para que el matrimonio, indisoluble por derecho divino y natural, se vea atacado por la “peste” (Conc. Vat.) de una ley del divorcio, fábrica ingente de matrimonios rotos y de huérfanos con padre y madre.
y
En relación con el aborto, no se ha conseguido la claridad y la seguridad necesarias. No se vota explícitamente este “crimen abominable” (Conc. Vat. II). La fórmula del artículo 15: “Todos tienen derecho a la vida”, supone, para su recta intelección, una concepción del hombre que diversos sectores parlamentarios no comparten. ¿Va a evitar esa fórmula que una mayoría parlamentaria quiera legalizar en su día el aborto? Aquellos de quienes dependerá en gran parte el uso de la Constitución han declarado que no.
Estimado lector, esos párrafos que has leído no son sólo una recopilación de lo que ha ocurrido en España en los últimos años. Es lo que un hombre de Dios, de los poquísimos que había en España hace tres décadas, vio que podía pasar si se aprobaba la Constitución española. Se trataba del por entonces Cardenal Arzobispo de Toledo y Primado de España, Marcelo González Martín. ¿Profeta? Puede que sí. O simplemente previsor. No hacía falta ser profeta, ni jurista que presume de serlo cada vez que puede, para saber lo que se nos venía encima. Otro cardenal, Vicente Enrique y Tarancón, arzobispo de Madrid y, por los votos del episcopado español, presidente de la Conferencia Episcopal durante aquellos años, reconoció en un libro-entrevista autobiográfico que los obispos eran conscientes de que el cambio político traería, entre otros males, la aprobación del aborto, pero que no les quedaba otra opción que apoyar tal cambio por respeto al pluralismo político. Ningún obispo español de los que apoyaron el cambio le desmintió.
Si algo ha cambiado de entonces ahora es que hoy no tenemos un “don Marcelo” ni un Guerra Campos que nos recuerden a los cristianos la gravedad de la deriva moral y espiritual a la que va el país gracias al sistema político que la mayor parte del episcopado español apoyó, traicionando de esa manera la memoria de los mártires y de la España católica. Como mucho critican las leyes, pero no el sistema que las permite. Nadie ha cogido el relevo de esos sucesores de los apóstoles que prefirieron obedecer a Dios antes que arrodillarse ante los hombres que apartaban a Dios del alma y las leyes por las que se guiaba este pueblo. Nadie les puede hacer de menos ni poner en un lugar donde “no molesten". Murieron y el vacío ha ocupado su lugar. Al menos por ahora. Quizás el Señor nos tenga deparada alguna agradable sorpresa para dentro de unos años.
En todo caso, conmigo que no cuenten. Me niego a ser cómplice de la maldad. No volveré a votar. Y si lo hago, en caso de que vea que puede tener un efecto de testimonio efectivo, no lo haré a un partido que no lleve en su programa la penalización total del aborto, la abolición del matrimonio gay y la protección legal absoluta de la indisolubilidad del matrimonio sacramental (el que no quiera un matrimonio para siempre, que se “case” por lo civil). Que no me hablen de que Zapatero es la bestia. Lo es el sistema. Y que no me pregunten qué propongo para acabar con el mismo. No me corresponde a mí tal cosa. Ya se encargará la Providencia de ponerle fin. El cómo y el cuándo es lo que nos queda por ver.
Luis Fernando Pérez
Si todavía me quedara alguna duda sobre la necedad de votar al partido mayoritario de la derecha parlamentaria, su fundador me las ha despejado hoy todas. Don Manuel Fraga lo tiene claro. Dice que “el aborto de la señora Aído no es posible conjugarlo con nada que sea el respeto a la vida", pero al mismo tiempo aboga porque el PP no derogue la ley de Aído si llega al poder. Idem con la ley del matrimonio homosexual.
Es fácil de entender. La derecha política de este país -Rajoy no piensa distinto de Fraga en esas cuestiones- sabe que el aborto es un crimen y que el matrimonio homosexual no tiene sentido, pero le importa un comino. No está dispuesta a hacer nada por acabar con nada de lo que el PSOE haya legislado a nivel de ingeniería social. No lo hizo cuando gobernó Aznar, de ahí mi pecado al votarles de nuevo, ni lo hará jamás.
¿A qué nos lleva esto? A lo que vengo diciendo desde hace ya bastante tiempo: “…el actual sistema democrático no puede merecer otra cosa que la condena más firme por parte de los que nos llamamos cristianos. Es semilla y fuente de leyes criminales e injustas“. Los hay que todavía hablan de que gracias al “trasfondo espiritual de la reconciliación fue posible la Constitución de 1978, basada en el consenso de todas las fuerzas políticas, que ha propiciado treinta años de estabilidad y prosperidad, con las excepciones de las tensiones normales en una democracia moderna, poco experimentada, y de los obstinados ataques del terrorismo contra la vida y seguridad de los ciudadanos y contra el libre funcionamiento de las instituciones democráticas“. Que le cuenten lo de la estabilidad y prosperidad a los niños no nacidos y a las familias destruidas por leyes de divorcio que hacen que la institución familiar tengo menos garantía jurídica que un acuerdo verbal sobre el precio de un coche de segunda mano.
Yo lo siento mucho, pero por ahí no paso. Y me importa un carajo las consecuencias que me traiga esto que digo y escribo. Ante todos mis lectores afirmo que me arrepiento de haber sido cómplice de un sistema asesino y contrario a la ley de Dios. Que maldigo el día en que, por respetos humanos e incluso eclesiásticos, sujeté mi pluma y mi lengua para no llamar a las cosas por su nombre y maldigo el día que usé mi mano para cometer la iniquidad de apoyar con mi voto a semejante clase política, digna del mayor de los oprobios y de la ira divina.
No es excusa, pero es cierto que llegué un tanto tarde a la lectura de palabras como las siguientes:
Estimamos muy grave proponer una Constitución agnóstica –que se sitúa en una posición de neutralidad ante los valores cristianos- a una nación de bautizados, de cuya inmensa mayoría no consta que haya renunciado a su fe. No vemos cómo se concilia esto con el “deber moral de las sociedades para con la verdadera religión”, reafirmado por el Concilio Vaticano II en su declaración sobre libertad religiosa (DH, 1).
y
La orientación moral de las leyes y actos de gobierno queda a merced de los poderes públicos turnantes. Esto, combinado con las ambigüedades introducidas en el texto constitucional, puede convertirlo fácilmente, en manos de los sucesivos poderes públicos, en salvoconducto para agresiones legalizadas contra derechos inalienables del hombre, como lo demuestran los propósitos de algunas fuerzas parlamentarias en relación con la vida de las personas en edad prenatal y en relación con la enseñanza.
y
No se garantiza de verdad a los padres la formación religiosa y moral de sus hijos. Porque no basta consignar el derecho de los padres o los educadores a recibir la formación que elijan. Es también derecho sagrado de niños y jóvenes, reafirmado por el Concilio Vaticano II, que todo el ámbito educativo sea estímulo, y no obstáculo, para “apreciar con recta conciencia los valores morales” y para “conocer y amar más a Dios” (Grav. Ed., 1). Pues bien, la Constitución no da garantías contra la pretensión de aquellos docentes que quieran proyectar sobre los alumnos su personal visión o falta de visión moral y religiosa, violando con una mal entendida libertad de cátedra el derecho inviolable de los padres y los educandos. El mal que esto puede hacer a las familias cristianas es incalculable.
y
La Constitución no tutela los valores morales de la familia, que por otra parte están siendo ya agredidos con la propaganda del divorcio, de los anticonceptivos y de la arbitrariedad sexual. Los medios de difusión que invaden los hogares podrán seguir socavando los criterios cristianos, en contra de solemnes advertencias de los Sumos Pontífices dirigidas a los gobernantes de todo el mundo, y no solamente a los católicos. Se abre la puerta para que el matrimonio, indisoluble por derecho divino y natural, se vea atacado por la “peste” (Conc. Vat.) de una ley del divorcio, fábrica ingente de matrimonios rotos y de huérfanos con padre y madre.
y
En relación con el aborto, no se ha conseguido la claridad y la seguridad necesarias. No se vota explícitamente este “crimen abominable” (Conc. Vat. II). La fórmula del artículo 15: “Todos tienen derecho a la vida”, supone, para su recta intelección, una concepción del hombre que diversos sectores parlamentarios no comparten. ¿Va a evitar esa fórmula que una mayoría parlamentaria quiera legalizar en su día el aborto? Aquellos de quienes dependerá en gran parte el uso de la Constitución han declarado que no.
Estimado lector, esos párrafos que has leído no son sólo una recopilación de lo que ha ocurrido en España en los últimos años. Es lo que un hombre de Dios, de los poquísimos que había en España hace tres décadas, vio que podía pasar si se aprobaba la Constitución española. Se trataba del por entonces Cardenal Arzobispo de Toledo y Primado de España, Marcelo González Martín. ¿Profeta? Puede que sí. O simplemente previsor. No hacía falta ser profeta, ni jurista que presume de serlo cada vez que puede, para saber lo que se nos venía encima. Otro cardenal, Vicente Enrique y Tarancón, arzobispo de Madrid y, por los votos del episcopado español, presidente de la Conferencia Episcopal durante aquellos años, reconoció en un libro-entrevista autobiográfico que los obispos eran conscientes de que el cambio político traería, entre otros males, la aprobación del aborto, pero que no les quedaba otra opción que apoyar tal cambio por respeto al pluralismo político. Ningún obispo español de los que apoyaron el cambio le desmintió.
Si algo ha cambiado de entonces ahora es que hoy no tenemos un “don Marcelo” ni un Guerra Campos que nos recuerden a los cristianos la gravedad de la deriva moral y espiritual a la que va el país gracias al sistema político que la mayor parte del episcopado español apoyó, traicionando de esa manera la memoria de los mártires y de la España católica. Como mucho critican las leyes, pero no el sistema que las permite. Nadie ha cogido el relevo de esos sucesores de los apóstoles que prefirieron obedecer a Dios antes que arrodillarse ante los hombres que apartaban a Dios del alma y las leyes por las que se guiaba este pueblo. Nadie les puede hacer de menos ni poner en un lugar donde “no molesten". Murieron y el vacío ha ocupado su lugar. Al menos por ahora. Quizás el Señor nos tenga deparada alguna agradable sorpresa para dentro de unos años.
En todo caso, conmigo que no cuenten. Me niego a ser cómplice de la maldad. No volveré a votar. Y si lo hago, en caso de que vea que puede tener un efecto de testimonio efectivo, no lo haré a un partido que no lleve en su programa la penalización total del aborto, la abolición del matrimonio gay y la protección legal absoluta de la indisolubilidad del matrimonio sacramental (el que no quiera un matrimonio para siempre, que se “case” por lo civil). Que no me hablen de que Zapatero es la bestia. Lo es el sistema. Y que no me pregunten qué propongo para acabar con el mismo. No me corresponde a mí tal cosa. Ya se encargará la Providencia de ponerle fin. El cómo y el cuándo es lo que nos queda por ver.
Luis Fernando Pérez
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