Uno de los síntomas más claros del estado de descomposición en el que actualmente se encuentra sumida la Iglesia Católica, al contrario de lo que podrá parecer a muchos, es el recurso a la actividad teatral; o para decirlo con más propiedad, el fenómeno moderno de la Iglesia--espectáculo. Nos referimos a la Iglesia de las grandes concentraciones de masas, de los Encuentros multitudinarios de Juventud, de las grandes Asambleas y fastuosos desfiles de Obispos, del ministerio Papal volcado en un continuo ajetreo itinerante internacional, de los discursos que suenan a demagogia (aunque quizá no lo sean), de la lluvia universal de Congresos cuya utilidad y resultados prácticos jamás han sido conocidos de nadie, etc. Por no hablar de la Liturgia--espectáculo, practicada en tantos lugares y en la que se busca, no ya el culto divino y la edificación espiritual de los fieles como objeto principal, sino excitar psicológicamente a los asistentes en un aquelarre de sentimientos puramente humanos sin contenido sobrenatural alguno.
Misteriosamente, este aluvión de Liturgia--Circense, o de Liturgia--Discoteca si se quiere, nunca es prohibido ni perseguido por nadie.
Más misteriosamente todavía, es justamente lo contrario de lo que sucede con la llamada Liturgia Tradicional, en la que cuatro infelices tratan de mantener, heroica y desaforadamente, la pervivencia de lo que piensan (seguramente con razón) que fue siempre la fe y la práctica de la Iglesia. Esta Liturgia Tradicional (que sus detractores llaman también despectivamente tradicionalista) tal vez debiera ser más propiamente conocida como Liturgia Catacumbal, dada la multitud de dificultades, obstáculos, restricciones y condiciones, que ha de salvar para poder ser celebrada. Sus actos de culto suelen ser permitidos (más bien con disgusto) en número determinado y medido con cuentagotas, en templos apartados apenas concurridos y a horas intempestivas; además de no serle tolerada publicidad alguna. Los pocos fieles capaces de secundarla han de asistir a ella poco menos que con complejo de culpabilidad, con un espíritu semejante al heroico y martirial con el que los primeros cristianos rendían culto a Dios en las catacumbas.
Una vez más conviene repetirlo: el culto a Dios ha sido sustituido por el culto al hombre, el teocentrismo por el antropocentrismo, y lo que antes era sagrada Liturgia por un producto ahora dirigido por animadores de espectáculos.
Ante la realidad indiscutible de la Iglesia--espectáculo, caben tres posiciones para tratar de explicarla:
a) El hecho no es sino la manifestación de una vitalidad exhuberante. Se trata de la famosa Primavera Eclesial surgida del Concilio Vaticano II. Como decía el ahora dimitido Papa Benedicto XVI en el Encuentro Mundial con la Juventud en Sidney, aquí he tenido ocasión de conocer la juventud de la Iglesia.
b) Es un intento inútil de disfrazar la situación de crisis en la que se encuentra la Iglesia. Acosada por un aluvión de deserciones, tanto en el ámbito eclesiástico como en el laical, abandonados su misión y sus contenidos sobrenaturales, desprestigiada la Jerarquía en no pocos lugares, trata de dejar constancia de su vitalidad ante el mundo de la única forma que aún le es posible y que el mundo está dispuesto a reconocer.
A reconocer según criterios mundanos, por supuesto. Las cosas del Espíritu no son capaces de ser conocidas (ni menos aún reconocidas) por el hombre carnal de la moderna sociedad (Jn 14:17; 1 Cor 2:14). Es verdaderamente inexplicable el hecho de que la Iglesia haya sentido pánico ante la posibilidad de no ser reconocida ---homologada--- por el mundo moderno.
c) Aun dando por cierta la buena fe de alguna parte de la Jerarquía y de un gran número de fieles, el fomento y auge de la actividad espectáculo en la Iglesia no es sino la consumación de una maniobra inteligente y sagaz por parte de sus enemigos, que han sabido aprovechar la deserción de las grandes Familias Religiosas de la Iglesia y la infiltración de la masonería y del marxismo, además de la labor de ciertos lobbys y de otros diversos productos de excreción.
La metamorfosis sufrida por las más importantes Familias Religiosas en la Iglesia, como la Compañía de Jesús y el Opus Dei, es otro de los grandes misterios de la Historia. La Compañía de Jesús fue fundada por San Ignacio de Loyola, uno de los más furibundos defensores de la Iglesia y católico, en cierto modo, más papista que el Papa (recuérdese el cuarto voto). Diseñada para ser el más potente martillo de herejes conocido, hoy se ha convertido en uno de los instrumentos más eficaces de la Masonería, divulgadora de la Teología de la Liberación y eficaz medio de los que más han influido en el hundimiento del Catolicismo. En cuanto a La Obra, de San Jose María Escrivá, diseñada también bajo criterios semejantes a los de la Sociedad Ignaciana, se ha convertido hoy en un instrumento neutro y ablandabrevas, seguidora de una Pastoral juanpablista y permisiva, enteramente ajena al espíritu del Fundador. En alguno de mis libros intento analizar con detalle las causas de estos fenómenos históricos (todo evento histórico de envergadura depende indudablemente de causas que lo han hecho aparecer), cuyo estudio, sin embargo, no es de este lugar.
De todos modos, es indudable que, más pronto o más tarde, el fenómeno quebrantará la fe de muchos cristianos, como de hecho ya está sucediendo.
Pero la primera hipótesis queda enteramente descartada por la fuerza de los hechos. La intención y la capacidad de engañar, ayudadas por el montaje de una inmensa propaganda y por el deseo de muchos de ser engañados, también tiene sus límites. Al fin llega un momento en el que resulta imposible negar la realidad. Cada día se va conociendo mejor la Historia de la Iglesia de la segunda mitad del siglo XX, con abundante y suficiente documentación como para ser capaz de deshacer las maniobras que han intentado disfrazar la verdad en muchos sectores eclesiales.
La segunda explicación podría ser aceptada con reservas. Es posible que se encuentre en el ánimo de muchos y se acerque bastante a la verdad, aunque no puede ser considerada como la razón más profunda de una crisis como hasta ahora no había conocido la Iglesia.
Queda, por lo tanto, la tercera como explicación la más plausible de todas. Aunque tampoco como razón última, sino más bien penúltima en todo caso. ¿Cómo se dio lugar en la Iglesia a la actividad de las Sociedades Secretas o al hecho de que la Orden Ignaciana, la antigua y eterna abanderada de la Iglesia, se olvidara de sus principios e incluso de la Fe de la Iglesia? ¿Cómo fue posible que los Papas Juan XXIII y Pablo VI pudieran creer de buena fe en la posibilidad de un diálogo sincero con el marxismo? Y las preguntas podrían continuar. Pero la Historia completa de la Iglesia, incluso la que queda simplemente del lado de los hombres, está por escribir y seguramente no se escribirá nunca. En cuanto a la Historia real y definitiva, o la que queda del lado de Dios y es contemplada por Él, se hará patente algún día; aunque como Metahistoria, y no como Historia. Lo cual significa que el Libro que contiene la verdad de todas las cosas solamente se abrirá a la mirada de los hombres al final del Tiempo, cuando ya todo haya transcurrido, a fin de dar paso al He aquí que hago nuevas todas las cosas (Ap 21:5).
Mientras tanto, y a la vista de los acontecimientos, el cristiano no tiene otra salida que la de hacer realidad en su vida la consigna de San Pablo: El justo vivirá de la fe (Ro 1:17; Ga 3:11; Heb 10:38).
Y en efecto, porque el verdadero cristiano sabe que es hijo de la Iglesia y que no puede ubicarse fuera de Ella. Aunque a menudo sea más patente en Ella la parte humana que la divina y a pesar de que la Jerarquía, o buena parte de ella, se encuentra corrompida, en estado de descomposición y enteramente ajena a sus deberes de Pastoreo. El verdadero cristiano conoce la necesidad de ser fiel a Jesucristo y a las exigencias de la Fe recibida en el bautismo, y tiene en cuenta el adagio según el cual Donde está Pedro, allí está la Iglesia. De ahí la verdad inconcusa por la que alguien desvinculado de Pedro queda desvinculado de la Iglesia. Pues la Iglesia demasiado humana sigue siendo la Iglesia, así como la Jerarquía corrompida sigue siendo la Jerarquía. Nadie, fuera de Pedro (y con él sus legítimos sucesores) ha recibido el mandato de constituirse como fundamento de la Iglesia, o de fundar otra nueva con pretensiones de ser la única verdadera. Quien se separa de Pedro, aun admitiendo la posible profundidad y verdad de las razones (en todo o en parte) en las que pretende apoyarse, pierde toda su verdad al separarse de la legítima Jerarquía, que es lo mismo que decir apartarse de la Iglesia.
Por lo que no tiene sentido alguno hablar de la rehabilitación de Lutero, por ejemplo, pese a las muchas razones de conveniencia ecuménica que puedan aducirse para llevarla a cabo. Las razones de conveniencia ecuménica no serían, tanto en este caso como en otros, nada más que razones de conveniencia política. Y la Historia es testigo de los resultados nefastos producidos cuando la Iglesia se ha dejado conducir por esa clase de razones.
Padre Alfonso Galvez
http://alfonsogalvez.com/es/editoriales-2/1828-jmj-i
Siento mucho encontrarme débil y cansado porque después de ver esto, si de verdad soy cristiano, no tendrían mas razón mi vida que la de rezar por la Iglesia. Que Dios nos ayude. Acabo de ver lo peor, estamos perdidos!.
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